Hay personas que nacen con una vocación, y otras que la construyen a pulso. Para muchos médicos en Cuba, ejercer la medicina es más que una elección: es un acto de fe. Fe en que la entrega y el sacrificio darán frutos. Fe en que el conocimiento puede vencer la escasez. Pero esa esperanza, tantas veces sostenida con ternura obstinada, choca con una realidad dura: hospitales sin insumos, carencia de guantes, suturas, medicamentos básicos, e incluso luz. Jornadas interminables, salarios simbólicos y un futuro tan incierto como una receta escrita a oscuras.


Ernesto fue uno de esos médicos. Estudió durante seis años con rigor y sacrificio. Cumplió misiones en el extranjero con la esperanza de ahorrar lo suficiente para ofrecerle una vida digna a su familia. Pero, tras todo ese esfuerzo, su salario apenas alcanzaba para lo básico. Entonces enfrentó una decisión que muchos profesionales cubanos conocen demasiado bien: seguir siendo útil bajo condiciones insoportables, o arriesgarlo todo y empezar de cero.
Un día lo decidió. Sin garantías, con apenas lo imprescindible y una dosis de valor en el alma, echó unas cuantas cosas en una mochila y emprendió su camino hacia México, con la intención de cruzar hacia Estados Unidos a través de CBP ONE. Pero el destino —sabio en sus desvíos— lo llevó por otra ruta.
México no fue solo un punto de paso. Fue tierra fértil. Descubrió que podía revalidar su título, que había leyes, instituciones y manos amigas dispuestas a respaldarlo. Descubrió que no solo podía ejercer la profesión que tanto amaba, sino hacerlo sin padecer. Y aún más importante: que podía traer a su esposa, Daniela, y a su hija pequeña, Lucía, de forma legal y segura. Acompañado por personas que le ayudaron, reorganizó su vida con nuevos planos y nuevas metas.


Un año después, ya no estaba solo. Su familia había llegado. Tenía trabajo, estabilidad económica y un futuro tangible entre las manos. Volvía a mirar el horizonte con esperanza, pero esta vez no una esperanza ingenua, sino una construida con hechos y decisiones valientes.
La historia de Ernesto, aunque profundamente personal, representa a miles de profesionales cubanos que, pese a una formación rigurosa y a una vocación auténtica, se ven forzados a emigrar para sostener la vida que su país no les garantiza. Médicos, ingenieros, maestros que han aprendido a curar, construir o enseñar entre carencias. Y que luego, en tierras como México, vuelven a florecer.
Gracias, México —dice Ernesto— por abrir puertas, por valorar el conocimiento que llega desde lejos, y por ofrecer algo más que refugio: un lugar donde reconstruirse y echar raíces.